Llegue un martes a San Miguel de Allende, sin muchas expectativas. Mal dormida y mucho mucho café. El taxista me dijo: “Aquí hasta las piedras tienen memoria”, y no supe si era una frase que usaba con todos o si lo que dijo porque me vio cara de no saber ni donde estaba parada ese día, de todas maneras me dejó reflexionando.
Llegamos a lo que iba a ser mi hogar durante toda la semana, pero al bajarme del taxi, me pasó lo que a todos: lo primero que notas es el color, todo es naranja, rosa, o del tono exacto en el que el sol se oculta, rendido, pero feliz. Las puertas son tan lindas que quieres tocarlas con respeto, como si pidieras permiso a otro siglo. El aroma es como entrar a una panadería a las 7:00 am y el panadero está terminando de hornear las primeras conchas del día.
Entré a un café con nombre impronunciable donde el mesero hablaba como si fuera actor de teatro y me trajo un capuccino color lavanda que me supo a una primera cita de cuando tenia 15 años.
La gente aqui camina lento, como si supiera algo que tu todavia no.Y luego están las campanas.
En serio, nadie te avisa, pero en San Miguel de Allende las campanas no son fondo: son protagonistas. Suenan como banda sonora de todo lo que esta pasando y no sabias.
Alguien te puede invitar a una galería o a un rooftop donde sirven vino rosado que sabe a romance de oficina a altas horas de la noche. (Si, ese que empieza con miradas largas y terminan en silencios cómplices cuando todos ya se fueron).
Porque nunca sabes realmente lo que va suceder, puedes encontrarte contigo con una banca, en la sombra de una jacarandá, o en la sonrisa de alguien que no sabes que volverás a ver. Y eso también cuenta como viaje. Y ahí estas tú: mirando a una cúpula barroca, con el teléfono en la bolsa (porque aquí no se necesita), pensando que quizá lo que más te urgía era este silencio bonito.
Porque hay destinos que se visitan… y hay destinos que te visitan a ti pero sobre todo hay destinos que definitivamente no se explican, se sienten y eso es San Miguel de Allende.