Eran las 10:30 de la mañana cuando, desde Campos Elíseos, podían verse las primeras columnas de jóvenes avanzando por Reforma: jóvenes, adultos, adultos mayores, niñas y niños; gente de todas las generaciones y de todos los sectores que, poco a poco, formaron una marea humana sin principio ni fin. A las 11:45, Reforma ya estaba acordonada. No había accesos abiertos, pero aun así todos llegaban como podían: a pie, en moto, en bici-taxi, incluso a caballo.
Era el movimiento del sombrero, una marea donde coincidimos todos los Méxicos : empresarios, estudiantes, artistas, periodistas, médicos, familias enteras, y parejas jóvenes con carteles pintados a mano, mujeres hartas del sistema, campesinos que viajaron horas para llegar, motociclistas, ambientalistas, jóvenes con cámaras y celulares, abuelos con bastón y en sillas de ruedas, gente que llegó en caballos y hasta en tractores.
Por primera vez en mucho tiempo, todos hablabamos el mismo idioma: el del hartazgo
Mientras yo avanzaba hacia el corazón de la ciudad y hacia la marea con banderas negras de pirata, algo me apretó el pecho: esa mezcla inexplicable de orgullo, tristeza, enojo, adrenalina y emoción mientras escuchaba a todos gritar al unísono múltiples veces: “¡Fuera Morena!”. Ver a tanta gente unida, de todas las edades, me hizo tener una cantidad de emociones encontradas después de tantos años de sentir que nos habían separado. Entré a la marea sin saber qué esperar, con los ojos llenos de lágrimas, pero con una certeza muy clara: algo estaba despertando en México. Y de pronto, entre el tumulto, vi a mis amigos esperándome en una esquina, como si hubiera encontrado un pequeño faro en medio del caos.
Desde la única calle por la que se podía acceder, los policías ya estaban lanzando gas pimienta. La escena parecía un campo de batalla: cohetes explotando, humo, gritos y gente corriendo asustada: “¡Vámonos al ángel aquí están aventando gas pimienta!” Mientras que los que no se asustaban gritaban: “¡Ni un paso atrás!”. Seguimos avanzando.
Un señor mayor, de alrededor de unos 70 años, con los ojos llorosos y rojos por el gas, nos dijo: “Pasen. adentro está seguro.”
Finalmente logramos entrar.
Entramos al Zócalo. Sí, ahí dentro se sentía más tranquilo, pero también completamente encerrado. Los petardos seguían tronando. Las explosiones venían de todas partes; no sabíamos de dónde. En los techos del Palacio Nacional había gente observándonos.
La multitud, harta y enojada, exigía que saliera Claudia a dar la cara.
En medio del caos vimos a una chica de aproximadamente 24 años salir cargada en la espalda de su novio, con sangre en el rostro. Aun así, cientos seguíamos ahí. Personas de 90 años en sillas de ruedas. Niños pequeños. Mamás y papás con carriolas. Gente con sombrero, sin sombrero, con bandera, sin bandera, con paliacates, con playeras de México. Todos con el mismo sentimiento: hartazgo. Y la misma pregunta: ¿dónde quedó la libertad de expresión?
Los jóvenes pedían mantener la calma, que no se pelearan con los policías. Algunos incluso les pedían a los oficiales que se unieran a nosotros. Y cada vez que una valla caía, la gente festejaba como si México hubiera avanzado un partido más hacia la final del mundial. Pero el gas no paraba.
Afortunadamente conocíamos el “hack”: mojar un paliacate y colocarlo sobre el rostro.
El sol caía a plomo. No había sombra en ningún lado. Había heridos: chicos con sangre en la cara por las piedras lanzadas; otro, con el codo dislocado, se desplomó en el suelo muy cerca de nosotros después de que una valla le cayera encima.
Mi amigo Rodrigo y yo corrimos a buscar a los paramédicos.
—Tienes el codo dislocado —le dijo la doctora. ¿Por qué no te has ido a tu casa?
—Porque amo a mi país —respondió el chico, con voz firme.
Un héroe anónimo. Cuando se incorporó para irse, todos los que estábamos ahí lo despedimos con aplausos.
Y los demás seguíamos ahí, bajo el sol, resistiendo. Aguantando el gas, la sed y el cansancio. No había baños alrededor, ni sombra donde refugiarse. Solo el calor, el humo y la convicción de no movernos
—¿Queremos que nos siga gobernando un narco-gobierno? “¡NO!”
—¿Queremos que nos sigan robando y extorsionando? “¡NO!”
—¿Vamos a dejar solos a los jóvenes que están al frente tirando las vallas? “¡NO!”
—“¡Viva México!”. “¡Viva!”
Pero mientras tanto, nos preguntábamos: ¿dónde estaba el resto de la gente que habíamos visto venir en el recorrido? ¿Dónde estaban los que llegaron a caballo? ¿Los que venían en tractor? La respuesta la encontramos en redes: no los dejaron pasar. Cerraron los accesos. Nuestros amigos nos mandaban mensajes: “No podemos llegar, los policías no dejan pasar.”
Los cohetes seguían. El gas seguía. Y cada vez que la policía lanzaba gas, daban un paso más hacia nosotros obligándonos a retroceder.
Después de horas gritando hasta perder la voz, con los ojos ardiendo, terminaron por sacarnos del Zócalo. Cada lanza de gas provocaba una ola humana corriendo hacia nosotros. Y con cada estampida, los policías avanzaban un poco más.
¿Dónde quedó el derecho a manifestarnos?
Yo no vi encapuchados. Lo que vi fue gente protegiéndose del gas.
¿Por qué cuando va la CNTE pueden dormir ahí y nosotros no podemos exigir que nos escuchen?
¿Por qué nos avientan piedras?
¿Por qué la policía empuja a civiles desarmados?
¿Por qué nos amedrentan?
Yo estuve ahí. Nadie me lo contó. Y Claudia hizo todo por dispersarnos, asustarnos y evitar que entráramos al Zócalo.
Pero lo único que logró fue aumentar el hartazgo y sobre todo: UNIRNOS MÁS
Este es el México No Feliz de Claudia.


