San Miguel de Allende: pan, mezcal y un viaje secreto

San Miguel de Allende: Crónica breve de un lugar donde todo parece diseñado para hacerte suspirar.

San Miguel de Allende no es sólo un destino. Es una provocación.

San Miguel es una calle empedrada que se disfraza de poema, un atardecer que grita: “¡te estás enamorando sin querer!”.

Llegué un martes a San Miguel de Allende, sin muchas expectativas. Mal dormida y mucho café. El taxista me dijo: “Aquí hasta las piedras tienen memoria”, y no supe si era una frase que usaba con todos o si lo dijo porque me vio cara de no saber ni donde estaba parada ese día, de todas maneras me dejó reflexionando.

Llegamos a lo que iba a ser mi hogar durante toda la semana, pero al bajarme del taxi, me pasó lo que a todos: lo primero que notas es el color, todo es naranja, rosa, o del tono exacto en el que el sol se oculta rendido, pero feliz. Las puertas son tan lindas que quieres tocarlas con respeto, como si pidieras permiso a otro siglo. El aroma es como entrar a una panadería a las 7:00 am y el panadero está terminando de hornear las primeras conchas del día.

Entré a un café con nombre impronunciable donde el mesero hablaba como si fuera actor de teatro y me trajo un capuchino color lavanda que me supo a una primera cita de cuando tenía 15 años .

La gente aquí camina lento, como si supiera algo que tú todavía no. Y luego están las campanas.

En serio, nadie te avisa, pero en San Miguel de Allende las campanas no son fondo: son protagonistas. Suenan como banda sonora de todo lo que estás pensando y no sabías. Como si el Perro Bermudez narrara tu vida.

Alguien te puede invitar a una galería o a un rooftop donde sirven vino rosado que sabe a romance de oficina a altas horas de la noche.
(Sí, ese que empieza con miradas largas y termina en silencios cómplices cuando todos ya se fueron).

Porque nunca sabes realmente lo que va a sucerder,  puedes encontrarte contigo en una banca, en la sombra de un jacarandá, o en la sonrisa de alguien que no sabes si volverás a ver. Y eso también cuenta como viaje. Y ahí estás tú: mirando a una cúpula barroca, con el teléfono en la bolsa (porque aquí no se necesita), pensando que quizá lo que más te urgía era este silencio bonito.

¿Qué hacer si vas?

  • Camina sin mapa. (nada más fulfilling que perderse entre sus callecitas).

  • Pide un licor de guayaba artesanal. En copa chica.

  • Visita la Fábrica La Aurora. Y quédate más de lo que creías.

  • Cómprate una libreta. Estar en San Miguel te da ganas de escribir, y dibujar.

  • Prueba el pan de algún horno escondido. Hay magia en los sabores simples.

  • Entra a una iglesia aunque no seas creyente. A veces uno solo necesita silencio y admirar el arte religioso.

  • Haz una pausa en el mirador. Respira. Y si puedes, quédate hasta que baje el sol.

  • Y cuando caiga la noche, escucha. Seguro suenan campanas.

Y mientras vuelves a casa con una libreta en la mochila, el sabor del licor en los labios y el eco de las campanas todavía rebotando en el pecho, algo dentro de ti cambia. San Miguel no es para hacer check en una lista. Es para guardarlo en el alma y recordarlo con el aliento en el corazón.

Porque hay destinos que se visitan… y hay destinos que te visitan a ti pero sobre todo hay destinos que definitivamente no se explican, se sienten y eso es San Miguel de Allende.

 

 

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