En el corazón del Pueblo Mágico de Yuriria, en Guanajuato, existen tres ahuehuetes secos y hasta quemados, que guardan una de las leyendas más icónicas y, también, más tristes de la región.
Estos tres árboles que un día lucieron esplendorosos y verdes se encuentran frente al Exconvento de San Agustín y datan de los tiempos de la Colonia. Hoy sólo forman parte del paisaje y contrastan con la viveza del pasto y las plantas que allí se encuentran.
De acuerdo con la leyenda, en la época de la Colonia, en el actual Yuriria, existió un matrimonio conformado por María Pacueca y Antón Trombón, quienes procrearon a un pequeño niño.
Su vida era común y pacífica, hasta que un día cambió por completo: los hombres de la región salieron de cacería, dejando a sus mujeres e hijo solos y vulnerables.
Ese día, otro grupo de hombres enardecidos atacó la ciudad, destruyendo todo a su paso y apoderándose de todos los objetos de valor, así como de las mujeres y los niños, quienes pidieron auxilio sin que nadie pudiera ayudarlos.
Al volver, los hombres de Yuriria se percataron de lo sucedido y murmuraron que dicha fechoría era obra de los chichimecas. Desconsolados y al borde de llanto, muchos se resignaron a creer que habían perdido a su familia, no así Antón Trombón, quien era amigo de uno de los capitanes de la guardia española, quien le había obsequiado un clarinete.
Ante la confusión y desolación que supuestamente habían dejado los chichimecas a su paso, Trombón tocó el clarinete para llamar la atención de los hombres, quienes de inmediato se reunieron y se lanzaron a perseguir a los ladrones rumbo al Valle de Santiago.
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Al acercarse, Trombón hizo sonar su clarinete para despistar a los chichimecas, quienes creyendo que se trataba de la guardia española, huyeron y abandonaron todo lo sustraído.
Al ver que los chichimecas huían, los hombres recuperaron a sus mujeres, hijos y objetos de valor; sin embargo, María Pacueca y Antón Trombón no corrieron con la misma suerte, pues su hijo nunca apareció.
Tres ahuehuetes, tres almas
Finalmente, Antón y su esposa fallecieron. En homenaje a lo sucedido, las personas del pueblo sembraron tres ahuehuetes, cada uno representaba a cada miembro de aquella familia: uno era María Pacueca, otro era Antón Trombón y el último fue nombrado El Niño Perdido.
Los años pasaron y el lugar comenzó a cambiar debido al aumento de la población. En el sitio donde se encontraban los tres ahuehuetes, su cuidador se quejó amargamente por la presencia de un tlacuache que se daba cita muy a menudo y se introducía en el árbol que correspondía a El Niño Perdido.
Al ver esto, los rumores se esparcieron y las personas comenzaron a murmurar que el tlacuache era aquel niño que se había perdido y quería volver a su hogar. Pero el cuidador no creía en esa historia y decidió hacer algo al respecto.
El velador esperó a que el tlacuache se introdujera en el ahuehuete y le prendió fuego para ahuyentarlo; desafortunadamente, el fuego se salió de control y el pequeño marsupial quedó atrapado y murió durante el árbol en llamas.
Ante el atroz hecho, los pobladores decidieron plantar un ahuehuete nuevo, pero esta vez no tan lejos para poder resguardarlo.