Alguna vez las cotorinas daban al Pueblo Mágico de Tetela de Ocampo, en Puebla, una relevancia textil comparable sólo con la belleza de sus imaginativos bordados con caballos, venados, herraduras, sombreros, flores o símbolos aztecas.
En otro tiempo, la imaginación de los tejedores de esta vestimenta color café atraía a los turistas y viajeros a la localidad de Acatlán, quienes buscaban adquirir estas prendas de lana únicas que se tejen a pedal.
Pero, tristemente, esa época quedó atrás. Hoy, la producción en serie de productos abrigadores puso en jaque a los pocos artesanos mexicanos que todavía viven de la confección de cotorinas en Tetela de Ocampo.
Una vida dedicada a la cotorina
Todo comienza con trasquilar el borrego para obtener la lana, después de un tesonero y paciente trabajo en el telar hasta elaborar por completo la prenda, como bien sabe Luis Raymundo Herrera Barrios —de 92 años de edad—, quien lucha por mantener viva la tradición de tejer en telar de pedal y lamenta que esta actividad está siendo olvidada.
Este artesano recuerda que es un proceso muy lento, de aproximadamente dos semanas, y requiere de mucha concentración. «Los diseños pueden ser personalizados, depende del gusto de cada interesado. Se le puede tejer una imagen o el nombre de la persona, así como el apellido o sólo unos detalles decorativos», dice a EFE.
Lamentablemente, hay un «pero» en esta confección: hoy esta artesanía mexicana sólo es valorada por las personas que gustan de la charrería o de montar a caballo, y únicamente uno de sus 10 hijos ha mostrado interés en elaborar las cotorinas.
Con tristeza, Luis Raymundo destaca que dejaría de trabajar tras 70 años dedicados a tejer cotorinas, porque en cualquier momento le pueden fallar la vista o la movilidad del cuerpo, por su edad. Y su larga tradición familiar desaparecería.
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Un proceso pausado
Una vez «despelucado» el borrego, Luis Raymundo comienza un proceso que ha madurado unos seis meses, tiempo en que tarda en crecer la lana en los animales. Por esa misma razón, este artesano cuenta con su propio ganado.
Después, lava el material con la finalidad de separar mechones para quitarles espinas y basura que pueda contener, y a continuación se eliminan las posibles imperfecciones. «A las borregas hay que despelucarlas, trasquilarlas, lavar la lana. La gente ya no quiere hacerlo, por lo que a veces lo hago yo mismo», señala.
El atuendo que tiene en mente es un chaleco con cierre y bolsas icónico de la localidad. Mientras lo proyecta en su cabeza, utiliza una trascaladora para el cardado del hilo, donde va dándole grosor de acuerdo con el diseño de la cotorina.
Al final, se coloca ante el telar elaborado por él mismo hace más de 60 años —y se notan los estragos del tiempo— y sonríe, porque para él es el momento en que la imaginación vuela y el arte emerge.
«Mientras tejo mis prendas, no me puedo distraer platicando o escuchando música, porque si me equivoco en el tejido, la prenda en automático no sirve. Hay que estar concentrados en el movimiento de pies y manos», explica.
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El relevo
No todo está perdido. Al menos para Uriel Herrera Huerta —49 años de edad—, quien sabe que su padre Luis Raymundo cualquier día dejará el telar que tantos buenos ratos —y un trabajo digno— le brindó. Por eso el décimo hijo del artesano asegura que no se había interesado en elaborar las cotorinas —pues es un trabajo duro y mal pagado—, pero ahora quiere mantener la tradición.
Dice orgulloso: «me da gusto tener a mi papá vivo a sus 92 años. Él es el maestro para nosotros, para las próximas generaciones, y esperamos aprender todo lo bueno de él, porque es una artesanía muy difícil y no cualquiera lo sabe hacer».
La siguiente generación también da un respiro a las cotorinas: Hugo Herrera Abasolo, nieto del tejedor y estudiante de Derecho, también decidió aprender a tejer ante la insistencia de su abuelo y para evitar que se olvide este arte.
«A mí sí me gusta aprender. Es una tradición que no hay que dejarla morir y tenemos que seguir sacándola adelante. Ni modo que se quede abandonada, ya que es una actividad en la que podemos sacar algo extra económicamente”, afirma enfático este joven que a sus 19 años recibe sus primeras clases para elaborar las cotorinas.
Con información de EFE/Gabriela García Guzmán