La CDMX está llena de rincones emblemáticos que guardan diversas leyendas, como la de la Calle del Niño Perdido, que hoy es el famoso Eje Central —un tramo, por supuesto —. A continuación te la presentamos.
La leyenda del Niño Perdido data de la época de la Colonia, allá por el año de 1659; cuando Adrián de Villacaña zarpó de Europa hacia la Nueva España junto con su hijo Lauro. Este hombre poderoso sufrió la pérdida de su esposa y madre de su hijo, motivo por el cual decidió emigrar hacia el Nuevo Continente para así ayudar a su vástago a sobrellevar tal pérdida.
A su llegada, Adrián adquirió una casa en el centro de México, contrató servidumbre y compró diversas especies de animales exóticos para ayudar a su hijo a salir adelante y dejar de lado la profunda tristeza que sentía; sin embargo, de poco sirvió.
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Pasó un año y el pequeño Lauro no había hecho ningún amigo; seguía ensimismado tras la pérdida de su madre, algo que preocupó a Adrián, quien a su vez fue diagnosticado con una rara enfermedad que le tenía los días contados.
Ante el temor de que muriera y su hijo quedara desamparado, Adrián decidió que debía casarse lo antes posible, así su hijo no quedaría solo si él llegaba a faltar. Ante esto, los rumores comenzaron a esparcirse: aquel hombre buscaba una mujer para casarse sin importar edad ni condición social, sino únicamente debía comprometerse a cuidar a Lauro.
Pronto, muchas mujeres comenzaron a acercársele a Adrián, pero ninguna logró conquistarlo. Hasta que apareció Elvira, una bella mujer que de inmediato cautivó al papá de Lauro, quien tres días después de haberla conocido le pidió matrimonio ante la premura de que su tiempo de vida escaseaba.
Niño Perdido, sin aparente explicación
Elvira tenía fama de ser una mujer interesada que sentía un profundo amor por el dinero, por esa razón a nadie le pareció extraño que aceptara ser desposada por Adrián. La pareja contrajo nupcias y días después la mujer se mudó con los varones. Al conocerla, Lauro sufrió un ataque de ira y le dijo a su padre que esa mujer no era buena, pero Adrián hizo caso omiso de las palabras de su hijo.
Al paso de unos meses, la tensión entre Lauro y Elvira continuaba, todo el tiempo discutían y apenas podían verse, pero esto cambió de forma repentina cuando una noche el vástago de Adrián desapareció.
Al enterarse de la desaparición de Lauro, Adrián le dijo a su esposa que su hijo se había perdido, que debían hacer algo para encontrarlo, a lo que la mujer respondió de forma grosera y déspota: «¡y a mí qué me importa!», mientras se probaba algunos ropajes finos y costosos.
Al escuchar aquellas palabras, Adrián quedó paralizado; pero no perdió más tiempo y decidió montar un grupo de búsqueda, con el cual recorrió las calles aledañas con antorchas y gritos de desesperación: «¡Lauro!, ¡Lauro!, ¡niño Lauro!, ¿dónde estás?». Desafortunadamente, sus esfuerzos no rindieron frutos.
Lauro era ya el Niño Perdido y Adrián no encontraba consuelo; mientras Elvira vivía como si nada hubiese pasado, diario iba de compras y caminaba por las calles con una sonrisa perversa que denotaba un ligero toque de victoria o satisfacción. Al ver esto, Adrián por fin se percató del grave error que había cometido al casarse con ella y no haber escuchado a su hijo.
Desgraciadamente, ya era tarde para lamentarse. Los días pasaron y la salud de Adrián comenzó a deteriorarse, aunado a la pérdida de Lauro. Ya no comía y su situación empeoraba más y más hasta que falleció sin haber encontrado a su hijo.
Niño Perdido y locura trágica
Tras su muerte, Elvira figuraba como heredera única de su fortuna y comenzó a despilfarrar el dinero, algo que no fue bien visto ante los ojos de la sociedad de esa época; a su alrededor la gente murmuraba, nadie la quería y muchos la culpaban que Lauro fuera el Niño Perdido.
Eso provocó que nadie acudiera a las reuniones o fiestas que organizaba Elvira; no tenía amigos ni familiares, lo que ocasionó que aquella mujer poco a poco fuera relegada y se volviera loca, además de fría e insoportable.
Los años pasaron y la leyenda del Niño Perdido comenzaba a tomar forma. Al tiempo, la edad cayó sobre Elvira, quien ya no era la misma mujer bella y resplandeciente de su juventud. Un día uno de los sirvientes entró a dejarle el desayuno y la mujer de pronto le tomó de las manos y le gritó que ella no había matado a Lauro. En un ataque de locura, se arrojó por la ventana.
A la par y de forma inexplicable cayó una llave al suelo, que tomó segundos después la mujer que había ido a dejarle el desayuno. En seguida llegaron dos sirvientes más, quienes al percatarse de lo sucedido, le preguntaron a la sirvienta qué había pasado, y ella únicamente respondió extendiendo la mano y mostrando la llave.
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De inmediato los hombres intentaron abrir todos los cerrojos de las puertas de la casa pero ninguna abría. De pronto, una puerta que había permanecido cerrada durante años se abrió sola, sin que nadie pudiera explicar cómo. En cuanto se abrió, una peste invadió toda la casa y atemorizó a aquellos hombres.
En aquella habitación únicamente había un librero que resultó ser una puerta falsa; al abrirla hallaron un baúl del cual provenía un olor espantoso. Al abrir el contenedor encontraron el cuerpo del Niño Perdido, quien había sido maniatado y amordazado con uno de los pañuelos de Elvira. A partir de que aquel horroroso hecho nadie volvió al lugar y la calle adquirió el nombre de Niño Perdido.
Posteriormente, la Calle del Niño Perdido recibió los nombres de Santa María la Redonda y San Juan de Letrán.